sábado, 11 de abril de 2009

La ciudad sin ciudadanos


Augusto Chacón

Augusto Chacón

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  • 2009-04-11•Al Frente

Que manda decir el oso polar que tenemos de huésped en el Zoológico Guadalajara que si no podría alguien ir a sacar la basura de la alberca que simula milimétricamente su hábitat en el Polo y que si, de pasadita, pueden ponerle algo para hacerle una sombra al medio día; el sol en su jaula brilla más en un solo lunes de Semana Santa que en los seis meses que dura el día en el extremo boreal de la Tierra. Bueno, y ya en plan de pedir, aunque quizá sea demasiado: que limpien el cristal, ya roto, a través del cual se supone podríamos verlo nadar.

—Felicidades a los cuidadores de la imagen de la ciudad: también en las calles del zoológico hay baches. La constancia es uno de los atributos más escasos entre quienes atienden los espacios públicos; sorprende la unidad que lograron en el pavimento de toda la zona metropolitana.

—Digna de resaltar la ausencia de populismo entre los responsables de los sitios de esparcimiento en la ciudad: 160 pesos es el costo para que un niño y un adulto entren al zoológico con derecho para visitar el acuario, incluido el estacionamiento de 34 pesos. Familias vecinas del salario mínimo, favor de abstenerse.

—Claro, luego de disfrutar el Jueves y el Viernes Santos de la ciudad casi vacía, entiende uno muy bien la política de precios del zoológico: lo que afea la ciudad y la hace apenas habitable es la gente, y su ansia de andar todos los días de un lado a otro en sus coches; así que entre menos de ésta haya, mejor.

—Cuánto silencio hay en Guadalajara un Viernes Santo. Tanto, que espanta. Nos quejamos por el tráfico, por la carencia de estacionamientos, por la obra pública, por la inseguridad… por mil cosas, pero nunca aparece como reclamo esta necesidad de silencio, tal vez porque ya no lo conocemos. Uno de los requisitos que debería cumplir el transporte público es que sus camiones tengan motores y frenos casi mudos; pero si los gobernantes no consideran necesario que el servicio de Macrobús posea equipo para acondicionar el aire —lo cual es un menosprecio mayúsculo para los ciudadanos, usen o no el servicio— menos van a ponerse exigentes con los señores de la movilidad urbana (como pomposamente le llaman a la necesidad de desplazamiento de las personas), imponiéndoles el uso de vehículos no ruidosos.

—Mucho del encono que se percibe cualquier día que no sea Santo, al andar por la ciudad, se debe, eso creo luego de estos últimos dos días en Guadalajara, al incesante rumor que se nos mete como un zumbido, que taladra la conciencia y la subconciencia y no nos deja estar sosiegos. Hace unas semanas Luis González de Alba, en su columna La calle, contó como un viernes de concierto de la Filarmónica de Jalisco, las autoridades hicieron coincidir, a unos metros del teatro Degollado, una tocada multidecibélica; buena nomás porque estaba dirigida al pueblo, ése cuya definición nos heredaron los romanos del Circo, hace dos mil años. A nadie en su sano juicio se le ocurriría plantear que un gobernante esté haciendo algo por el pueblo, si no lo anuncia montado en cientos de watts de potencia sonora (reales y metafóricos)… y si a esto se suman los camiones vociferando, el ruido de los autos, la música que a todo volumen ponen algunas tiendas en el Centro, mejor: se trata de que nadie entienda nada, ni se pregunte nada, ¿para qué? El ruido es muestra fehaciente de que progresamos, o al menos de que algo hacen las autoridades: ruido.

—Tanto desarrollo, tantos planes y estudios, tanta democracia, tantas universidades en la zona metropolitana, para terminar descubriendo que lo único que le estorba a Guadalajara, a muchas ciudades, son sus habitantes, nosotros, y sus artilugios: en el abandono y el silencio de un Viernes Santo, los árboles de la ciudad ganan en dignidad, la arquitectura se alza evidente y la sensación que nos envuelve es la de estar en un espacio que nos pertenece y al que pertenecemos, aprehensible, por el que podemos caminar y estar, re-conociéndonos: la ciudad y nosotros.

—Quizá muchos de los problemas que padecemos podemos enfrentarlos mejor si los planteamos a partir de la atmósfera que crean: auditiva, visual u olfativa. Pero por lo pronto, que alguien atienda al oso polar del zoológico, porque va a estar difícil alcanzar a escuchar sus quejas luego de que la ciudad vuelva a estar a merced de nuestra incomprensible prisa, de la ira que nos produce andar en montón motorizado por la calle.

abenavides@milenio.com
          

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